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Etiqueta: Bibliófilos

‘Book Row’ de Nueva York

A través del artículo 28 kilómetros de libros, 80 años de independencia dedicado a la librería Strand de Nueva York, indago un poco más en lo que en Manhattan se denomina Book Row o Booksellers’ Row. Y es que en una calle adyacente Broadway, en los bloques de edificios desde Union Square a Astor Place, podíamos encontrarnos con tres docenas de librerías de viejo vendiendo libros usados. Era la década de los años 50 y los bibliófilos podían encontrarse de todo en aquel constreñido espacio, sin embargo actualmente aquellos tiempos han pasado a mejor vida y la librería Strand, considerada la librería de segunda mano más vieja de la Gran Manzana, es lo único que queda de aquel lugar cercano a Broadway que reunía casi 50 librerías en seis manzanas. La última cerró en 1988.

Hoy en día Barnes & Noble domina el mercado del libro en Nueva York que, al contrario que los libreros del Book Row, recibe a los clientes con un trato cordial y cercano. El humorista Fran Lebowitz afirmó refiriéndose a aquellos comerciantes de viejo: "Actuaban como si tú hubieses allanado su casa y robando sus libros". Por supuesto que Barnes & Noble todavía tiene competencia en librerías tradicionales como Strand que se tratan de adecuar a los nuevos tiempos con ventas a través de su sitio web (25% del volumen de sus ingresos proviene de esa vía), considerando la creación de una pequeña cafetería y ajustándose al cambio en el mercado de los libros sin abandonar el espíritu de la Cuarta Avenida.

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30 prohibiciones a la hora de usar libros

Del libro más que recomendable de Francisco Mendoza-Díaz Maroto, La Pasión por los libros, ya hemos extraído algunos pasajes; hoy os traemos los 30 preceptos publicados en The Library Journal de Nueva York por Harold Klett en 1909 en un artículo denominado Don’t.

  1. No leer en la cama.
  2. No poner notas marginales, a menos que sea un Coleridge.
  3. No doblar las puntas de las hojas.
  4. No cortar con negligencia los libros nuevos. Se refiere a los libros intonsos, que se han encuadernado sin cortar las barbar a los pliegos que lo componen. Algunos autores recomiendan cortarlos con un naipe.
  5. No garabatear vuestro interesante y precioso autógrafo en las páginas del título. Ni en ninguna otra parte del libro, advierten los comentaristas.
  6. No poner en un volumen de un peso, una encuadernación de cien pesos. Para unos la encuadernación no debe superar un tercio del valor de compra del libro, otros simplemente advierte que no debe superar el valor del libro.
  7. No mojar la punta de los dedos para dar más fácilmente vuelta a las hojas.
  8. No leer comiendo. Ni comer ni beber leyendo.
  9. No fiar los libros preciosos a malos encuadernadores.
  10. No dejar caer sobre el libro las cenizas del cigarro, y aún mejor no fumar leyendo. Esto perjudica a la vista.
  11. No arrancar de los libros los grabados antiguos.
  12. No colocar vuestros libros sobre el borde exterior o canal, como se hace frecuentemente cuando se lee y se interrumpe momentaneamente la lectura, en vez de tomarse el trabajo de cerrar el libro después de haber puesto una señal.
  13. No hacer secar hojas de plantas dentro de los libros.
  14. No tener los estantes de las bibliotecas encima de los picos de gas. La recomendación a quedado obsoleta pero especialmente la luz solar y el calor de los radiadores siguen siendo terribles enemigos sobre todo de las encuadernaciones.
  15. No sostener los libros sujetándolos por las tapas.
  16. No estornudar sobre las páginas.
  17. No arrancar las hojas de guarda de las tapas.
  18. No comprar libros sin valor.
  19. No limpiar los libros con trapos sucios.
  20. No tener los libros encerrados en arquillas, escritorios, cómodas, ni armarios: tienen necesidad de aire.
  21. No encuadernar juntos dos libros diferentes.
  22. En ningún caso sacar las láminas y los mapas de los libros.
  23. No cortar los libros con horquillas para el cabello.
  24. No hacer encuadernar los libros en cuero de Rusia. Los distintos comentaristas de estos treinta preceptos no aciertan a comprender este punto.
  25. No emplear los libros para asegurar las sillas o mesas cojas.
  26. No arrojar los libros a los gatos, ni contra los niños. Otro amplian la prohibición: “a ningún niño llorón debe permitírsele que admire las miniaturas de las letras capitales, no sea que con las manos húmedas manche el pergamino, pues en seguida toca lo que ve”.
  27. No romper los libros abriéndolos enteramente y por la fuerza.
  28. No leer los libros encuadernados muy cerca del fuego o de la chimenea, ni en la hamaca, ni embarcado.
  29. No dejar que los libros tomen humedad.
  30. No olvidar estos consejos.
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«Derecho a tanteo» de Andrés Trapiello

El escritor Andrés Trapiello, del que ya recogimos otro texto, nos cuenta en distintos números de la revista Magazine, la historia de unos pergaminos que se perdieron por la dejadez del Estado. Una historia en la que el mundo del libro antiguo y la bibliofilia se unen con la picaresca y las ganas de ganar dinero (o bienes culturales) por cualquier medio.

Como curiosidad, para aquellos que les pueda resultar interesante, os señalamos que pudimos entrar en casa del escritor gracias a un reportaje del diario El Mundo.

I -17 de junio de 2007

La gente tiene de las subastas una idea confusa y novelesca, algo en lo que se mezclan la astucia, la codicia y el dinero. Precisamente una novela española, que conoció un notable éxito hace unos años, empezaba de ese modo, en una subasta de arte: al conservador de un museo estatal se le escapaba cierta carta marina que contenía no sé qué fabulosos y encriptados tesoros y mensajes que anunciaban peripecias trepidantes. En ese punto cerré el libro: el novelista o no sabía o no le convenía recurrir al derecho de tanteo, a saber: el que tiene el Estado para quedarse con cualquier lote subastado. De haberlo sabido, de haberlo querido, aquel funcionario habría retenido tal carta con sólo levantar un dedo y sin el menor esfuerzo; claro que en ese caso el novelista se habría quedado sin novela.

Para garantizar la limpieza de una puja en una subasta pública a la que puede concurrir cualquiera que se haya acreditado previamente, el Estado se mantiene al margen. Cuando ha concluido la puja y los particulares han subido hasta donde lo han creído conveniente, el Estado, agazapado hasta entonces en un oscuro rincón, sale de su observatorio y dice, para frustración de los pujantes: me lo quedo. Naturalmente hasta rematar la puja no se sabe qué lo tes podrán interesar o no al Estado que, disponiendo de fondos públicos, ha de velar por su buena administración. Dicho en otras palabras: también al Estado le gusta comprar barato, aunque, en honor a la verdad, lo cierto es que siempre acaba tirando con pólvora del rey. ¿Y quién representa al Estado? A menudo, una persona sin relieve, apática y despegada, alguien un poco zoquete y sin demasiado amor a su trabajo.

No suele uno ir a las subastas por diversas razones: son tediosas y en ellas, embarcado en la ebriedad de las pujas, un poco delirantes casi siempre, acaba pagando más de lo que tenía pensado pagar y más de lo que muchas veces vale en el mercado eso por lo que se ha encaprichado. El deseo es una laberinto siempre misterioso. No obstante, de vez en cuando, ante la aparición de tal o cual libro, cuadro o papel viejo, se ha asomado uno a ellas. Creo que le verdadero espectáculo suele estar más en la vida de los pujistas que en las pujas. Hace unas semana estuve uno en una donde se subastaba la importante biblioteca de un musicólogo, poeta y editor argentino. Aparecía en ella un apreciable número de libros de Juan Ramón Jiménez dedicados por éste a aquél. Salieron a un precio alto y en algunos casos se remataron en cifras astronómicas. Pujaban por ellos libreros de viejo y algunos particulares que vieron segadas a cercén sus pretensiones, porque el Estado ejerció en todos los casos el implacable derecho de tanteo, como si fuese un derecho de pernada. A la enésima y extemporánea intervención del funcionario, alguien comentó sarcástico: "El Estado acaba de descubrir a Juan Ramón". ¿Es que el Estado no había tenido en los últimos cien años ocasión de comprar, y desde luego a mejor precio, tales libros? Nos consta incluso que ya los tiene. ¿Para qué los quiere, entonces? Déjenme que les cuente una historia, esta sí, entretenida y fabulosa.

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Inscrito en las puertas de mi biblioteca

Pertenezco a una familia de mercaderes
que vivió en el distrito de Nan-hao por más de cien años.
Fue el primero de la familia en estudiar;
en nuestra casa, no había un solo libro.
Me esforcé durante una década con todo el corazón
para reunir mi colección.
Aunque no poseo todos los escritos menores,
de los mayores los tengo casi todos.
Clásicos, historia, filosofía, bellas artes,
no falta nada de la herencia del pasado.
He cosido a mano las cubiertas rojas, una por una,
de todos los volúmenes.
Cuando estoy enojado, leo y me alegro;
cuando estoy enfermo, leo y me curo.
Apilados frente a mí,
los libros son mi vida.
Los antepasados que escribieron estos libros,
si no eran sabios, eran por cierto hombres de gran sabiduría.
Aun sin abrir sus páginas,
me alegro de sólo tocarlos.
En cuanto a mi familia, no tiene remedio;
sus corazones están depositados en el dinero.
Si un libro sea cae al suelo, no lo levantan;
¿qué les importa si se ensucia o daña?
Estos libros me acompañan todos los días de mi vida,
y moriré sin abandonarlos.
Entre mis amigos hay algunos lectores,
a ellos se los dejaré.
Será mejor que permitir que mis inmerecidos hijos
los cambien por unos pesos.

Yang Hsun-chi, bibliófilo chino

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Recuperar la biblioteca del desastre

La biblioteca de la Duquesa Ana Amalia en Weimar (Alemania) fue fundada en 1691 en una de las alas del denominado Castillo Verde. Sus fondos se fueron ampliando a lo largo del tiempo hasta alcanzar la cifra del millón de ejemplares. En ella, han trabajado bibliotecaros tan ilustres como Johann Wolfgang von Goethe, que la dirigió a partir 1797, y mantenía una amplia muestra de originales del autor inglés William Shakespeare, además de la mayor colección de ediciones del libro Fausto, unos 2.000 manuscritos medievales y alrededor de 8.400 mapas históricos.

Incendio en la Biblioteca de la Duquesa Ana Amalia

El 2 de septiembre de 2004, la biblioteca sufrió un pavoroso incendio en el que se quemaron 30.000 libros, mientras que 40.000 sufrieron daños de distinta consideración. Una cadena humana de unas 500 personas ayudó a la evacuación de muchos ejemplares que de otro modo hubiesen sido dañados por el agua, el humo o el fuego. Entre los ejemplares que fueron salvados, destacan la colección de Biblias y los informes de viajes de Alexander von Humboldt, aunque también se sufrieron pérdidas como la colección de partituras de la Duquesa Ana Amalia y los libros del primer bibliotecario de Weimar, Daniel Schurzfleisch. Por otro lado, los materiales dañados fueron congelados a la espera de su restauración, mientras que los que se perdieron han tenido que ser reemplazados.

Una tarea que no es para nada sencilla teniendo en cuenta los fondos de los que disponía la biblioteca. El texto que sigue es una explicación del trabajo de restauración que se está realizando actualmente en la biblioteca que trata de rehabilitar el esplendor que una vez tuvo esta biblioteca histórica.

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DE BENE DISPONENDA BIBLIOTHECA

Esta va a ser, espero, la última vez que haga referencia al estupendo libro de Francisco Mendoza Díaz-Maroto, La Pasión por los Libros, que nos sirve como una somera, pero muy interesante, introducción a la Bibliofilia. Como nos podemos imaginar, los amantes de los libros, además de tener ingentes cantidades de ellos, también gustan de tenerlos organizados, así que deben de desarrollar técnicas para catalogarlos y clasificarlos. Los bibliotecarios hemos desarrollado estas técnicas que estudiamos bajo el nombre de Biblioteconomía, pero los bibliófilos deben de tratar de solucionar sus problemas por ellos mismos y Mendoza Díaz-Maroto aporta algunas ideas. Es ahí de donde extraigo sus ideas y sus conclusiones, robándole el título de un breve apartado, que sin embargo encontraréis al menos curioso. Debo de señalar que el libro está escrito en un lenguaje ameno y divertido, alejándose de la seriedad, así que no os asustéis si os escandaliza algo de lo que vais a leer.

Como es bastante obvio que a los bibliófilos les gusta tener su colección ordenada, no dudan en aprender un poco de, al menos, latín para manejarse con los nombres antiguos y, de esta forma, poder manejar los lugares de impresión de los ejemplares. Algunos tratan de ir un poco más allá e incluso aprenden a catalogar por sí mismos. A pesar de que el autor aconseja acudir a los manuales destinados a los bibliotecarios, no dejar de observar que esas Reglas de Catalogación que nosotros debemos seguir a pies juntillas, no son del acomodo de los bibliófilos y mucho menos las normas destinadas a la catalogación de los incunables y los libros antiguos, es decir, las ISBD (A). De esta forma, el autor señala algunos de los fallos más evidentes de esta normativa como relegar a nota la secuencia de signaturas, o llamar hojas a los folios o incluso abreviar hoja en hoj.

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Las bibliotecas invisibles o fantasmas

Recientemente ya hablamos del Necronomicón como uno de los libros más famosos que han sido inventados, literalmente, por un autor y que los bibliotecarios juguetones no pudieron evitar trasladar a sus catálogos. Pero siguiendo lo publicado por la revista Muy Interesante, hoy deseo trasladaros a las verdaderas bibliotecas invisibles, que es el término aceptado en castellano, aunque yo prefiera el término de fantasma puesto que no existen realmente.

Tal como señaló Vanesa, Javier ya nos hizo una pequeña introducción de qué eran exactamente las bibliotecas invisibles y nos ofreció un enlace en el que se recogían libros inventados por los escritores, además de algunos artículos muy interesantes en torno al tema (Invisible Library). La definición que nos aportaba era:

La biblioteca invisible es una colección de libros que sólo aparecen en otros libros. En el catálogo de la biblioteca encontrareis libros imaginarios, pseudobiblias […] y todo tipo de libros no escritos, no leídos, no publicados y no encontrados.

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