El nombre de la rosa es probable que constituya una de las novelas que todo bibliotecario deba haber leído. Primero porque nos hallamos ante una novela estupenda y, en segundo lugar, porque la trama se desarrolla y gira en torno a una abadía y su biblioteca durante la época medieval. Dentro de toda biblioteca, obviamente se hayan almacenados libros; sin embargo, en esta abadía medieval se encuentra un libro que es capaz de matar durante el transcurso de la lectura. El autor juega entonces con las ideas de un libro que se desea encontrar, a pesar de que según afirman sus detractores religiosos puede corromper el espíritu humano, y que es capaz de matar a aquel que lo lee. Y este último es uno de los planteamientos más ingeniosos de la novela.
Entre las discusiones ideológicas que se suceden en un concilio desarrollado en la abadía, la suposición de los monjes de la llegada del Apocalipsis deducible por los mortales hechos acaecidos, la aparición de la Santa Inquisición para el castigo de los incentivadores del culto al diablo que, liberado, prosigue con sus asesinatos. Mientras tanto, Guillermo de Baskerville y su novicio, Adso de Melk, se muestran dispuestos a averiguar de una forma deductiva qué está ocurriendo realmente. Durante el transcurso de sus investigaciones, el bibliotecario y su ayudante parece que tienen mucho que esconder tras sus impenetrables rostros.
En el trasvase de ideas para una trama del cine a la literatura y viceversa, se afirma que un mal libro puede producir una buena película y que una mala película es producto de un buen libro. No es éste el caso de El nombre de la Rosa que fue llevada a la gran pantalla por Jean-Jacques Annaud y cuyo DVD ha sido editado recientemente añadiendo contenidos adicionales.
El libro acaba con el último folio de la narración de Adso de Melk, y creo que no voy a revelar ningún secreto, si os digo que finaliza con la frase latina:
STAT ROSA PRISTINA NOMINE, NOMINA NUDA TENEMUS
Que puede ser traducida al castellano por:
- «Permanece primitiva la rosa de nombre, conservamos nombres desnudos»
- «De la primitiva rosa sólo nos queda el nombre, conservamos nombres desnudos [o sin realidad]»
- «La rosa primigenia existe en cuanto al nombre, sólo poseemos simples nombres»
- O la más sencilla y simplificada, «De la rosa nos queda únicamente el nombre»
Bajo esta enigmática frase, el libro se cierra. Muchos creen que esconde la razón del título de la novela.
Así pues y para celebrar el usuario número 150 de «El Documentalista Enredado» convocamos un concurso que para ganarlo, tan sólo había que contestar correcta y fundamentadamente a la pregunta:
¿Qué razones aporta Umberto Eco para titular su libro «El nombre de la rosa» de esta forma?
La solución, obviamente, la aporta el propio Umberto Eco.
De las apostillas de «El nombre de la rosa»
[…]
El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el hecho mismo de que toda novela debe de llevar un título.
Por desgracia, un título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a las sugerencias que generan Blanco y Negro o Guerra y Paz. Los títulos que más respetan al lector son aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o Robinson Crusoe, pero incluso esa mención puede constituir una injerencia indebida por parte del autor. Le Père centra la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela también es la epopeya de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los Tres Mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que quizás el autor sólo puede permitirse por distracción.
Mi novela tenía otro título provisional: La abadía del crimen. La descarté porque fija la atención del lector exclusivamente en la intriga policíaca, y podía engañar al infortunada comprador ávido de historia de acción, induciéndolo a arrojarse sobre un libro que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo Adso de Melk. Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador. Pero nuestros editores aborrecen los nombres propios: ni siquiera Fermo e Lucia logró ser admitido tal cual; sólo hay contados ejemplos, como Lemmonio Boreo, Rubé o Metello… Poquísimos, comparados con las legiones de primas Bette, de Barry Lyndon, de Armance y de Tom Jones, que pueblan otras literaturas.
La idea de El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa, que por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosa, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo sería a último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras posibilidades. El título debe de confundir las ideas, no regimentarlas.
[…]
ECO, Humberto. El nombre de la rosa. Apostillas a El nombre de la rosa. Barcelona: Lumen, 1992. P. 633-634
¿El resultado? En dos horas, teníamos la respuesta correcta publicada en nuestro foro y una ganadora.