Ver matar a un hombre, escucharlos gritos de una mujer violada o ver cómo arde una biblioteca son tres experiencias dudosamente recomendables. De todas ellas ostento el dudoso honor de haber sido testigo. Mencionadas aquí, en frío, tan bárbaras actividades parecen propias, en exclusiva de escenarios brutales y distantes. Ya saben, tipos barbudos y sanguinarios. Y, sin embargo, todas pertenecen a la historia de la Humanidad hasta el punto de que a menudo se dan juntas en el mismo tiempo y lugar, a modo de manifestaciones de un horror idéntico y común: el que late en la condición humana.
Dejaré el tiro de la nuca y las mujeres que gritan para otra ocasión. A fin de cuentas, los libros que arden son síntoma de lo mismo, y arrancan del impulso infame que pinta la angustia indeleble en los ojos de una mujer o siembra los maizales de hombres con la garganta abierta y las manos atadas a la espalda. Todo es el mismo horro. Todo es la misma guerra.
Hace unos meses vi arder una biblioteca. Ardió durante toda una noche y una mañana, con los papeles y libros como pavesas, volando entre las paredes en llamas en todas direcciones, cayendo sobre la ciudad convertidos en cenizas. La ciudad se llama – todavía – Sarajevo.
Para nuestra vergüenza, los siglos de la Humanidad están oscurecidos – valga el dudoso retruécano – por llamas de bibliotecas que arden: Alejandría, Constantinopla, Córdoba, Cluny, Heidelberg, Zaragoza, Estrasburgo. Uno conocía todo eso por las lecturas, por la historia. Muchas veces había imaginado a los soldados con antorchas, las llamas iluminando los estantes, las piras de libros arriendas. Pero jamás, hasta Sarajevo, pude imaginar qué impotencia, quédesolación puede sentir un ser humano ante el espectáculo de la destrucción de la memoria de su raza. Destrucción siempre absurda, infame. Irracional.
Tengo la imagen grabada, imborrable. Esta vez no fueron soldados con antorchas, sino modernos prodigios de la tecnología. Artefactos diseñados por los ingenieros competentes, de esos que tras delinear planos y bocetos se van a casa donde les espera su Maripuri con la cena, satisfechos por haberse ganado el jornal. Aquella noche, en Sarajevo, los cañones no apuntaban a la carne humana sino a la materia que conforma su alma y su inteligencia. Ya durante la anterior campaña de Croacia – ¿recuerdan una ciudad llamada Vukovar? – pude comprobar que el conflicto de los Balcanes las primeras bombas serbias siempre eran para la iglesia, los archivos, el museo de turno. Y Sarajevo no podía ser la excepción.
Manual de instrucciones de uso: primero, desde las colinas cercanas, cañonéense los tejados de la biblioteca. Mejor si es un edificio magnífico, triangular, con atrio en forma de octógono rodeado de columnas de mármol. Después, mientras el fuego prende en lso cientos de miles de libros, en las colecciones enteras de publicaciones, manuscritos y ediciones únicas, dispárese con morteros y francotiradores contra los equipos de rescate. Después déjese quemar en su propio fuego hasta que todo arda. Como ven, está tirado de puro fácil. Al alcance de cualquier hijo de puta.
Equipos de rescate. Eso suena organizado, eficiente. En realidad eran los vecinos del viejo Sarajevo, los infelices muertos de hambre, flacos y agotados, que salían de sus casas, desafiando el fuego, intentando salbar los restos de su biblioteca… Corrían bajo las balas y las bombas, entrando en el edificio y saliendo con manuscritos y libros en brazos. Los filmamos llorando sobre las páginas hechas cenizas, inútiles y patéticos en su esfuerzo. No había agua con que apagar las llamas. Y todo ardió hasta los cimientos. Como ardió también el Instituto Oriental, con mil años de trabajo caligráfico reunidos desde Samarcanda hasta Córdoba, desde el Cairo hasta Sarajevo. Ediciones únicas de incalculable valor. El esfuerzo, la vida de miles de hombres que dejaron en ellos sus pestañas, su inteligencia, sus sueños. Todo fue borrado en una sola noche, y ya no existe. Ya nadie podrá volver a leerlo nunca. Jamás.
Déjenme contarles un secreto. Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente, siendo sustituido por una laguna oscura, por una mancha de sombra que acrecienta la noche que, desde hace siglos, el hombre se esfuerza por mantener a raya. Cuando un libro arde mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contendido y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre. Lo que a veces es incluso más grave, más ruin que asesinar el cuerpo.
Hay homicidios conscientes, voluntarios, ejecutados con plena conciencia. Crímenes que pueden resultar, tal vez, explicables o discutibles en un momento de pasión, de ignorancia, de ira, de patriotismo, de odio, de celos, de utopía. Pero rara vez la muerte de un libro, la destrucción de una biblioteca, puede beneficiarse de atenuante o explicación alguna. Por el contrario, éste suele ser un acto voluntario, consciente y cruel, cargado de simbolismo y maldad. Ningún asesinato de libros es casual. Ningún asesino de libros es inocente.
Extraído de : PÉREZ-REVERTE, Arturo. Patente de corso (1993-1998). Madrid: Suma de letras, 2001. Pág 50-53
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