Bien sabemos que los biblotecarios nunca han tenido una buena imagen en la sociedad. Por ejemplo, Calvin & Hobbes ya mostraban su alarma ante el riesgo de tortura cuando descubrieron que se les había olvidado que tenían que devolver un libro a la biblioteca, pero que un bibliotecario llegase a ser realmente un ser monstruoso, a no ser que fuese en una película de vampiros, creo que jamás se había dado hasta este momento.
R.L. Stine es un conocido escritor de literatura de terror infantil que ha escrito distintas series destinadas a horquillas de edades adolescentes y pre-adolescentes. Entre las editadas en España, nos encontramos con Pesadillas, Escalofríos o la Calle del Terror, cuyo éxito sorprendió a la propia editorial antes de que se comenzase a editar otro de los éxitos editoriales juveniles más importantes de los últimos años y que todavía no ha llegado a su final: Harry Potter.
Ante tanto niño enganchado a la lectura, que nadie criticó ni yo tampoco por supuesto, los investigadores trataron de buscar explicaciones al éxito de este tipo de literatura y llegaron a una conclusión sorprendente: Simplemente, se trataba de escribir una y otra vez el mismo tipo de libro. Y digo sorprendentemente porque esta situación no difiere en exceso de la literatura adulta en la que los escritores suelen repetir los mismos esquemas y patrones buscando la satisfacción de cierto tipo de público.
Este libro que descansa ahora tan amistosa, firmemente en sus manos es fruto de una de esas casualidades que determinan la vida secreta de los libros más que cualquier planificación. El pintor, dibujante e ilustrador Quint Buchholz se encontraba una tarde en nuestro despacho para mostrarnos sus trabajos, que, como sobrecubierta de muchos de nuestros libros, habían facilitado gracias a su imaginación poética el camino hasta el lector. Extendidas las hojas en el suelo, no fue difícil reconocer el motivo que las unía a todas: el propósito de representar el libro -o sus protoformas: el papel, la máquina de escribir, la pluma- justo en el instante en que éste recibe la historia y la transmite. Independientemente de los autores, Quint había dibujado la peripecia del libro, que va por el mundo recogiendo historias, o repartiéndolas, o haciéndolas enmudecer. Con su peculiar estilo, había dibujado una Historia de la Literatura como sucesión de los motivos necesarios para el nacimiento y la supervivencia de la misma. ¿Qué resultaba más adecuado, pues, que recurrir a unos autores, para que escribieran las historias que yacían implícitas en los dibujos de Quint? 