En los últimos años, la batalla sobre el acceso al conocimiento científico-técnico se ha recrudecido. El movimiento sobre el acceso libre, universal y gratuito al conocimiento se ha visto espoleado principalmente por la página web Sci-Hub que ofrece material descargable que hasta ahora sólo podía ser accesible mediante pago. Actualmente, los servidores de Sci-Hub almacenan cerca de 50 millones de documentos a los que se añaden más cada día, según los usuarios hacen uso de su buscador. Hay que señalar que estos contenidos se agregan sin el permiso pertinente de los que poseen su copyright. El crecimiento de esta página web ha provocado que los grandes medios de comunicación ya hayan comenzando a hacerse eco de esta página y The Washington Post ha tratado de ofrecer un poco de luz sobre quién está haciendo uso de la misma: todo el mundo.
Debajo de esta piratería de la propiedad intelectual, se encuentra una lucha más compleja y profunda que nos debe llevar a la década de los años 70. En esta década se produjo un incremento importante de las publicaciones seriadas científicas, pero que derivó en algo mucho más relevante con la popularización de Internet que debería hacer mucho más sencillo el conseguir rebajar los costes.
Como nota aclaratoria, debemos tener presente que los científicos que publican en estas revistas no son retribuidos por los artículos que finalmente acaban siendo publicados, sino que lo que realmente buscan es el prestigio para obtener financiación para las instituciones para las que trabajan y para sus propios equipos. Sin embargo, las editoriales pueden llegar a cobrar hasta $10.000 por suscripción para alguna de estas revistas, mientras que los científicos obtienen sus ingresos gracias a las administraciones públicas que todos mantenemos gracias a los impuestos. La pregunta es evidente si los científicos trabajan por el bien común, financiados por las administraciones públicas, ¿por qué esa información no es libre y gratuita?
Tal y como señalábamos, desde los años 70, los precios de las revistas académicas comenzaron a subir más que la inflación. Peter Suber, en su libro Open Access, afirmaba que «en el año 2000, Harvard tenía suscritas 98.900 revistas, mientras que Yale tenía 73.900.» La mejor biblioteca de investigación de la India, Indian Institute of Science, tenía suscritas 10.600 revistas, mientras que muchas bibliotecas subsaharianas no disponían de ninguna. Pero no es que las universidades pobres no puedan permitirse una suscripción o un acceso a los papers de su interés, es que las propias universidades de los países desarrollados han tenido que acometer planes de recortes en las mismas por la continua alza de los precios. Empezando por Harvard.
Para contrarrestar esa continua barrera que suponía el continuo incremento de las revistas, surgió el movimiento Open-Access en 1990. Los propulsores del mismo eran conscientes de que Internet podría reducir los costes de producción y distribución, a la vez que ofrecían una solución a esas diferencias de acceso a la información. Por ello, surgieron iniciativas como PLOS ONE como una forma de facilitar ese acceso. Sci-Hub se la contempla como un ala radical de este movimiento y es que su máxima responsable Alexandra Elbakyan espera poder acelerar la adopción del Open Access.
Las publicaciones científicas contemplan el movimiento con consternación y denuncias. La revista Science publicó recientemente una editorial (My love-hate of Sci-Hub) defendiendo el modelo de negocio de las revistas. Entre otras, las editoriales se defienden afirmando que la publicación on-line es tan cara como la impresa (se necesita contratar a ilustradores, comunicadores, editores y técnicos) y que las revistas aseguran la calidad de las publicaciones científicas y las hacen convenientes para los lectores.
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