Antes de comenzar, tal vez deberíamos hacer una diferenciación clara para que no nos equivoquemos. Vaya por delante que bibliófagos hay muchos y de distintas categorías, no importa mucho si devoran a Eric Hobsbawm o a Orson Scott Card por poner dos extremos, son personas que simplemente tienen un libro entre manos y lo devoran sin miramientos. Son insaciables, uno detrás de otro, sin importar la cantidad ni cuántos han consumido anteriormente, sin considerar si deberían darse un respiro para tratar de asimilar todo lo anterior o simplemente descansar la mente.
Pero la bibliofagia bien entendida, esa que significa literalmente comer papel en forma de libro, es bastante infrecuente, incluso en la literatura. Seguramente, todo puede deberse a que el papel, compuesto de celulosa, no puede ser digerido por los seres humanos, como entra sale, además de secar la lengua y dejar un sabor un tanto peculiar que hasta el momento el papel tiene.
Sin embargo, la bibliofagia, aunque escasa en la literatura, puede ser recogida como un elemento destructor o para la adquisición del conocimiento. En el primer extremo, nos encontraríamos con un personaje de ficción que decide destruir un libro aunque suponga su muerte inmediata. Estamos hablando del venerable hermano Jorge de Burgos que aparece en el libro El Nombre de la Rosa y en el que decide ingerir el libro supuestamente perdido, además de envenenado, “La Estética” de Aristóteles para que su conocimiento no se propague más allá de la biblioteca de la abadía.