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Categoría: Literatura

¿Llegaremos a necesitar una Enciclopedia Galáctica?

Salvando los conocimientos de la raza. La suma del saber humano está por encima de cualquier hombre; de cualquier número de hombres. Con la destrucción de nuestra estructura social, la ciencia se romperá en millones de trozos. Los individuos no conocerán más que facetas sumamente diminutas de lo que hay que saber. Serán inútiles e ineficaces por sí mismos. La ciencia, al no tener sentido, no se transmitirá. Estará perdida a través de generaciones. Pero, si ahora preparamos un sumario gigantesco de todos los conocimientos, nunca se perderán. Las generaciones futuras se basarán en ellos, y no tendrán que volver a descubrirlo por sí mismas. Un milenio hará el trabajo de treinta mil años.

Fundación de Isaac Asimov

Parece ser que la realidad siempre puede superar a la ficción. La noticia que anunciaba que se jubilaba el último ingeniero de la misión Voyager podría haber pasado por anecdótica pero tenía mucha más enjundia de lo que podría parecer en un primer momento. Porque no es que se jubile el último ingeniero de una de las más exitosas misiones de la NASA, es que nadie en la NASA es capaz de hacer en 2015 lo que se hacía en 1970. Es decir, el software y la programación del hardware de la sonda Voyager es tan arcaico que nadie se atreve a tocarlo y a pesar de los intentos de intentar “formar” a la inversa a ingenieros jóvenes de hoy en día parece que no ha dado sus frutos teniendo que recurrir a los ya muy jubilados originales ingenieros de la misión.

La noticia me ha parecido fascinante, recordándome que la Humanidad ya olvidó anteriormente saber interpretarse así misma. Así, por ejemplo, el lenguaje egipcio fue completamente olvidado y sólo el descubrimiento de la Piedra de Rosetta pudo ayudar a recuperarlo. También, el famoso fuego griego (del que se inspiró G.R.R. Martin para recrearlo en sus novelas de Juego de Tronos) cuya composición era tan valiosa que se nos olvidó cómo fabricarlo. O simplemente, los iconos de los disquetes en los programas de edición que siempre entendimos que se referían a “Guardar” que pierden su contexto cuando, obviamente, ya son pocos los que los utilizan.

Si estos dos ejemplos parecen anecdóticos, deberíamos preguntarnos: Cuántos conocimientos habrán caído en el olvido. Y no sólo hechos, lugares, sino técnicas y formas de hacer las cosas. Cuántas empresas olvidan técnicas porque sus ingenieros senior se jubilan y son reemplazados por junior.

En la novela de Asimov, breve y muy entretenida, la creación de una Enciclopedia Galáctica es tan sólo una estratagema para evitar el colapso del Imperio. Los científicos habitantes del Términus, encargados de recopilar todo el conocimiento disponible, descubren que sus conocimientos son una ventaja competitiva irrefrenable ante las ansias expansionistas de otros planetas y que no dudarán hacer valer llegado el momento.

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Dementia Novella

Recientemente, os comentaba que iniciaba, posteriormente me percaté de que reiniciaba, la lectura de la novela La Gran Pesquisa de Tom Sharpe. Sin haber finalizado este libro por segunda vez, os puedo comentar que la trama aborda el mundo editorial anglosajón desde un punto de vista completamente irónico, como no podría ser de otra forma teniendo presente este autor, y uno de sus personajes principales, Fresnic un agente literario, en un determinado momento dado define la Dementia Novella o Bibliomanía como la necesidad imperiosa que tiene una persona por ver su trabajo publicado. Por supuesto que Sharpe se medio inventa el término, cruzándolo con la bibliomanía, siendo consciente de que muchos autores que todavía no han publicado sus historias lo único que desean es comprobar cómo su obra es finalmente impresa, aunque obviamente el criterio de los agentes literarios y de las propias editoriales choquen de manera frontal con las aspiraciones de los autores.

La Gran Pesquisa data de mediados de los años 70 del siglo pasado, así que Sharpe puede que hubiese cambiado la trama si escribiese su novela hoy en día. Las nuevas tecnologías favorecen que esa Dementia, si se quiere así, se vea reducida en primer lugar porque existen distintas herramientas de publicación on-line que favorecen una publicación sencilla y barata. Por otro lado, los autores siempre que dispongan un poco de constancia pueden conseguir alcanzar un público que aunque limitado pueda colmar sus necesidades.

También hay que señalar que los propios escritores publicados contemplan esta posibilidad destinada a autores menores o gente sin apenas nada que aportar, una visión un tanto injusta porque al fin y al cabo no todo el mundo puede llegar a ser accesible a un público generalista – incluso el nacimiento de la Web 2.0 y los blogs se la denominó como la “Revolución de los Idiotas”-, sin embargo los propios editores buscan llenar su fondo con títulos que a pesar de que vendan poco puedan aportar calidad a su catálogo.

Me gustaría saber cuál es la opinión de los escritores sobre la autoedición, ahora tan sencilla a través de la Web a través de Lulu o Bubok, cuando una persona disponiendo de un simple editor de textos (dejemos a un lado el software de maquetación QuarkXpress o Indesign) y un poco de paciencia puede maquetar su obra y poder contemplarla en papel, repartirla entre sus allegados, si se quiere, o incluso simplemente darse una satisfacción tras un “pequeño” esfuerzo del que se siente orgulloso.

Son muchos los aprendices de escritor que se enfrentan día a día a la hoja en blanco digital o rellenan sus libretas y toman apuntes constantemente cuando la musa los visita; muchos los que aspiran al sí quiero de sus editores, pero como todo son muy pocos los escritores que conseguirán subsistir con su creaciones. Sin embargo, el negocio del aprendizaje narrativo subsiste, al igual que nos encontramos escritores noveles a cada rincón, también podemos hallar cursos y libros que se publican para favorecer la búsqueda de las mejores técnicas de redacción. De hecho, los propios escritores tratan de ayudar a los aprendices dándoles consejos o explicando sus técnicas, Juan José Millás los retaba cada semana en el programa La Ventana en la Cadena Ser proponiendo la composición de cuentos; publicando libros sobre su técnica, Stephen King es uno de los escritores que conozco que más lo hace; o simplemente los libros sin finalizar nos dan muchas pistas de la composición literaria, El Último Magnate de F. Scott Fitzgerald es un buen ejemplo de ello.

Dementia Novella? Puede ser que sí, pero al igual que la novela murió desde hace años, la necesidad de comunicar e imaginar del ser humano no se ha reducido ni un ápice a lo largo de la historia. Soñar es gratis y escribir, de momento, también.

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El bibliotecario de “Los ríos de color púrpura”

En la prestigiosa Universidad de Guernon, en Francia, se ha cometido un crimen atroz. El bibliotecario ha sido asesinado tras largas horas de tortura y terribles mutilaciones. Pero, ¿quién querría matar a un bibliotecario? Su trabajo consistía básicamente en gestionar los libros y las plazas de estudio en la biblioteca. Así que, ¿cuál podría ser la motivación del criminal? ¿un sacrificio ritual? ¿qué las lecturas de los alumnos le llevaron a descubrir algún oscuro secreto de estos y lo hicieran callar? ¿qué no les prestara el libro adecuado?

En la película “Los ríos de color púrpura”, que Mathieu Kassovitz dirigió en el año 2000, apenas podemos ver un par de escenas que se desarrollan en la biblioteca. Ésta aparece ante nosotros como las tradicionales bibliotecas de antiguas universidades: espacios descomunales, auténticas murallas de estanterías de madera repletas de libros, un aspecto algo lúgubre y silencioso que sin embargo invita al estudio con sus numerosos puestos de lectura iluminados con una lámpara de mesa de tulipa verde…

Y aunque eso es casi todo lo que podemos ver de la biblioteca en la película, en la novela homónima de Jean-Christophe Grangé en la que se basa la biblioteca tiene un peso significativo en la trama de la obra y en el origen del crimen. Y el papel del bibliotecario es mucho más importante de lo que pudiera parecer a primera vista.

En el pasado o en el trabajo de este bibliotecario, que siguiendo la tradición paterna ocupa su misma plaza, parece estar la clave. O al menos eso cree el famoso detective Niémans, experto criminólogo encargado de resolver el caso. A su llegada a la Universidad de Guernon (al igual que en la película Seven) pone a su equipo a trabajar en la búsqueda de los libros que pudieran haber inspirado al asesino y los alumnos que los tomaron prestados, buscando en su catálogo términos como “mal”, “violencia”, “tortura”, “sacrificios rituales”, “mutilaciones”… Realizando una exhaustiva búsqueda de información que pueda dar alguna luz sobre el porqué del asesinato del bibliotecario, que sólo es el primero.

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Una biblioteca en «Goodbye, Columbus»

Philip Roth nos ofrece en su obra "Goodbye, Columbus" (1959) una novela corta, homónima al título del libro, junto a cinco cuentos con los que ganó el premio National Book Award estadounidense.  La novela corta está narrada en primera persona por Neil Klugman, un graduado de la Rutgers University, que trabaja en una escala inferior de una biblioteca. La descripción del ambiente de la biblioteca y las aspiraciones del universitario dentro de ella quedan muy pronto descritas en la historia y no son precisamente positivas.

Los pálidos leones de cemento montaban guardia, poco convincentes, en la escalinata de la biblioteca, padeciendo su habitual combinación de elefantiasis y arteriosclerosis, y yo iba dispuesto a prestarles tan poca atención como les llevaba prestando durante los últimos ocho meses, pero me lo impidió un muchachito de color plantado ante uno de ellos. El león había perdido sus garras el verano pasado ante un safari de delincuentes juveniles, y ahora se alzaba ante él un nuevo torturador, con las rodillas ligeramente flexionadas, y rugiendo. Lanzó un rugido largo, en tono bajo, retrocedió, esperó un poco, volvió a rugir. Luego enderezó la postura y, meneando la cabeza, le dijo al león: "Tío, eres un cobarde", con mucho acento. Y se puso a rugir de nuevo.

El día empezaba lo mismo que cualquier otro. Atrincherado tras mi mostrador de la planta principal, me puse a mirar a las chicas de pechos erguidos subir con agitación la amplia escalera de mármol que conducía a la sala de lectura principal. La escalinata era imitación de una que había en Versalles, vaya usted a saber dónde, pero estas chicas, hijas de curtidores italianos, obreros polacos de la cerveza o peleteros judíos, no eran precisamente marquesas, con sus taleguillas de torero y sus jerséis. Tampoco eran Brenda: cualquier impulso sexual que ellas me provocaran había de considerarse meramente académico, para pasar el espantoso día. De vez en cuando miraba el reloj, pensando en Brenda, y aguardaba la hora de comer, y luego la de después de comer, cuando me tocaba ocuparme de la Oficina de Información, en el piso de arriba, y John McKee, que sólo tenía veintiún años pero que ya llevaba tiras elásticas en las mangas de la camisa, bajaría ceremoniosamente las escaleras para dedicar toda su asidua atención a ponerles a los libros sus correspondientes sellos de entrada y salida. John MacTiraselásticas era alumno de último curso en el Newark State Teacher’s College, donde estudiaba la clasificación decimal de Dewey en que consistiría todo su futuro profesional. A mi me constaba, en cambio, que mi futuro profesional no estaba en la biblioteca. Y, sin embargo, algo se había hablado -me había enterado por el señor Scapello, un viejo eunuco que, sepa Dios cómo, había aprendido a disfrazar la voz, de modo que pareciese un hombre- de que a mi regreso de las vacaciones de verano me pensaban poner al frente de la Sala de Libros de Referencia, un puesto que llevaba vacante desde la mañana en que Martha Winney se cayó de un taburete muy alto, en la Sección de Enciclopedias, y se hizo polvo el conjunto de frágiles huesos que en una persona que no hubiera cumplido la mitad de sus años habría conformado las caderas.

Eran muy raros, mis compañeros de la biblioteca; y, en realidad, había muchas horas en que no acababa de entender muy bien cómo había ido a parar a ese sitio, ni porqué seguía aquí. Pero el caso era que seguía en él y, transcurrido un tiempo, empecé a esperar pacientemente el día en que fuera al servicio de caballeros a fumar un cigarrillo y, mientras expelía el humo contra el espejo, me fuera dado comprobar que en algún momento de la mañana me había puesto pálido y que, bajo mi piel, igual que McKee y Scapello y la señorita Winney, había una fina capa de aire que separaba la sangre de la carne. Alguien me la había metido ahí mientras yo le ponía el sello a un libro, y, de ahora en adelante, mi vida ya no consistiría en tirar cosas, como la de la tía Gladys, ni juntar cosas, como le pasaba a Brenda, sino en dejarme ir, en amodorrarme. […]

ROTH, Philip. Goodbye, Columbus. Barcelona: Seix Barral, 2007. P. 46-48

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“Una soledad demasiado ruidosa” de Bohumil Hrabal

Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de treinta toneladas, soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. Por regla general, prenso unas dos toneladas por mes, y para tener fuerzas para este bendito trabajo, durante treinta y cinco años he bebido tanta cerveza que con ella se podría llenar una piscina olímpica o una buena cantidad de viveros de carpas navideñas. De esta manera, a pesar de mí mismo, me he vuelto sabio y ahora me doy cuenta de que mi cerebro es un fajo de pensamientos prensados en la prensa mecánica, mi cabeza calva es la nuez de Cenicienta, y sé bien que los tiempos en los que el pensamiento estaba inscrito en la memoria humana tenían que ser mucho más hermosos; si en aquel tiempo alguien hubiese querido prensar libros, tendría que haber prensado cabezas humanas, pero tampoco eso habría servido para nada, porque los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo.

Así comienza la historia de Hanta que desde hace treinta y cinco años trabaja en una trituradora de papel prensando libros y reproducciones de cuadros. Hanta, “sabio a su pesar”, deambula por Praga y mezcla sus recuerdos con pensamientos de Kant, Hegel, Lao-Tse…, reflexiones sobre los libros que ha leído salvados de la destrucción y custodiados en su casa ya repleta. Su amor por los libros no sólo se muestra por los libros que salva, sino también por los que destruye, seleccionados con esmero y dejados abiertos en el centro de la bala de papel que su vieja trituradora comprime, como si del alma de ésta se tratara.

Con una hermosa prosa poética Bohumil Hrabal, que entre muchos otros oficios también trabajó como triturador de papel, nos trasporta en “Una soledad demasiado ruidosa” (1977) a un mundo triste y solitario que refleja una pasión por los libros que traspasa las páginas y que, como le ocurre al protagonista “acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos”.

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Diccionario de las ideas recibidas

Cuando Flaubert murió en 1880, dejó inacabada Bouvard et Pécuchet; obra considerada por él mismo como su testamento y que refleja desde un punto de vista cómico y trágico al mismo tiempo la estupidez humana.

Los dos protagonistas, Bouvard y Pécuchet, llevados por su ingenuidad y su fe en las teorías que encierran los libros, deciden dedicar su vida a llevarlas a la práctica y, gracias a su nutrida y creciente biblioteca, estudian los diferentes temas que a lo largo de los años despiertan su interés: la agricultura, la química, la arqueología, la literatura, la religión, la educación…; pero acaban perdiéndose en el sin fin de contradicciones que reflejan estos libros y terminan cada experimento en el más rotundo fracaso.

Al igual que El Documentalista Enredado ha ido seleccionando algunas definiciones oficiales de la terminología específica de la profesión, la documentación, la biblioteconomía y la archivística; Bouvard y Pécuchet, ya desengañados de todo, también hicieron acopio de todos los conocimientos que habían asimilado en su “Diccionario de ideas recibidas” (doc. en PDF). De estos términos, transcribimos aquí sólo los más “bibliodocumentales” o relacionadas con la lectura y la escritura; para que sus axiomas nos ofrezcan una perspectiva distinta y, desde luego, mucho menos ortodoxa que la oficial.

Autor. Hay que “conocer autores”, pero no hace falta saber sus nombres.
Biblia. El libro más antiguo del mundo.
Biblioteca. Siempre hay que tener una en casa, sobre todo si se vive en el campo.
Clásicos (los). Se supone que hay que conocerlos.

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Un mundo feliz: Ni libros, ni rosas

Una de las tradiciones relacionadas con los libros que más me gusta es la que se celebra en Cataluña con motivo de la festividad de Sant Jordi. Esta celebración, que coincide con el Día Internacional del Libro (23 de abril), consiste en regalar una rosa y un libro a las personas queridas. Al principio, se trataba de una fiesta de enamorados, en la que estos regalaban a su amada una rosa; y con el tiempo, ellas correspondieron regalándole a ellos un libro. Yo me quedo con la versión moderna, en la que las mujeres además de rosas recibimos libros.

Seguramente para algunos, regalar y recibir libros por Sant Jordi tiene sólo el valor de la tradición. Estos libros simplemente pasarán a ampliar una librería formada exclusivamente por los regalados en esta festividad y otros compromisos, y jamás serán leídos.

Desde luego, no a todo el mundo le gusta leer o siempre encuentra buenas excusas para no hacerlo, pero dudo mucho que el rechazo a los libros y a la lectura les haya sido condicionado desde la infancia, como a los personajes que Aldous Huxley describe en Un mundo feliz.

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